Por: Roxane Gay
@RGay
Mucha gente fantasea con la vida de la realeza, pero, cuando se mira más allá de su obscena riqueza, de la pompa y la ceremonia, el día a día parece absolutamente deprimente.
Hay demasiados rigores protocolarios, y muy poco espacio para la individualidad o la humanidad.
Emparentarse con la monarquía conlleva un costo muy alto. Cuando el príncipe Enrique conoció a la actriz estadounidense Meghan Markle y se casó con ella, vimos, en tiempo real, el alto precio que la corona estaba dispuesta a cobrarle a una persona sin lazos con la realeza, incluida su vida entera.
En Harry y Meghan, el documental de Netflix, el duque y la duquesa de Sussex explican detalles íntimos de sus vidas, desde su noviazgo hasta la renuncia de sus deberes y privilegios reales y su mudanza a California para criar a su joven familia.
La razón de que Enrique y Meghan decidieran apartarse de sus cometidos reales no es ningún misterio. Estaban salvando sus vidas y protegiendo la paz mental que pudieran salvar de los escombros después de los 3 años que se pasaron intentando obtener el apoyo de la familia real.
Incluso en el exilio de la realeza, Meghan interpreta el papel de una princesa perfecta. Cuando habla de la familia de Harry, es sorprendentemente diplomática.
Parece intachable: elegante y serena, incluso cuando alude a los aspectos + difíciles de su vida como duquesa de Sussex.
En cuanto al duque de Sussex, él también se expresa con elegancia y serenidad, pero + al estilo de quien ha vivido toda su vida como un heredero al trono.
Habla con el entusiasmo y la convicción del recién converso cuando condena la nefasta alianza entre la familia real y la prensa británica, cuando defiende la salud mental, cuando explica el intenso trauma de perder a su madre y cuando deja claro que protegerá a su familia a toda costa.
Cuando Enrique y Meghan hablan de su relación y comparten imágenes personales de sus vidas privadas, es evidente que se aman.
Cuando se le ve sonreír al pasear por la playa o con su hijo a hombros, resulta evidente que lo más probable es que Harry habría abandonado la familia real de un modo u otro. Meghan no fue la razón por la que se marchó. Ella fue su puerta de salida.
Sería fácil no prestar mayor atención a los duques de Sussex y sus dificultades. Pero lo cierto es que su inmenso privilegio no pudo blindarlos ante el racismo que en última instancia forzó el distanciamiento entre ellos y la familia real.
Al final, el racismo pudo más que los vínculos familiares. La invariable falta de voluntad de la monarquía para proteger a Meghan Markle de la espeluznante cobertura de los tabloides y del hostigamiento online fue indefendible.
¿POR DINERO?
Aunque Liz Garbus aparece acreditada como directora de la serie, es obvio que los duques de Sussex tuvieron en todo momento voz sobre los contenidos. No les voy a reprochar eso.
En los últimos años, han sido sometidos a una insólita cantidad de escrutinio y crueldad públicos, sobre todo de los inmisericordes tabloides británicos. Es lógico que, por una vez, quieran tener el control absoluto.
Sin embargo, el problema de ejercer ese tipo de control es que puede ser contraproducente para tus propios intereses.
Dado que no hay muchas grandes revelaciones en Harry y Meghan, parece que los duques de Sussex hicieron este proyecto, en gran parte, porque necesitaban el dinero.
Un príncipe está acostumbrado a un cierto estilo de vida. Las medidas de seguridad son caras. Hay que pagar la hipoteca. Exiliados de la familia real, los duques de Sussex saben que su historia es, por ahora, su activo más valioso.
INSTITUCIÓN ENVEJECIDA
Cuando te han malinterpretado y calumniado, lo único que quieres es que la gente sepa la verdad como tú la has experimentado.
Dado que quieres que te comprendan, supones erróneamente que, si la gente conoce hasta el último detalle, acabará empatizando con tu sufrimiento. Ojalá fuera así.
La monarquía británica es una institución envejecida que se define por la tradición, el autoengaño e incluso la soberbia.
Por muy populares que sean los chismes sobre la realeza, el poder, la influencia y la relevancia de la monarquía están debilitándose.
OPORTUNIDAD PERDIDA
Cuando Enrique conoció a Meghan, la familia real tuvo una oportunidad única para evolucionar y modernizar una institución profundamente problemática.
Pudieron haber adquirido relevancia en un mundo diverso y complejo.
Aunque la Mancomunidad de Naciones comprende 56 países, el rey Carlos reina como monarca en el Reino Unido y en 14 reinos de la Mancomunidad, vestigios del imperialismo británico.
La población de la Mancomunidad se compone en su mayor parte, como señala el documental, de personas de color. Y la realeza estaba contando entre sus filas con una mujer birracial.
Para muchos británicos negros, Markle era una especie de rayo de esperanza, una señal de que el poder y el alcance de la monarquía también podrían extenderse a ellos.
Es escalofriante darse cuenta de que el racismo es tan poderoso que la familia real arruinó la que por ahora ha sido su única oportunidad para llegar a los corazones y las mentes de precisamente las personas que hacen posibles sus vidas.
Tenían un regalo: en Meghan Markle tenían a una mujer inteligente, serena y bastante capaz de llevar una vida pública, desempeñar el papel de princesa y dar lo mejor de sí al servicio de algo mayor que ella misma.
PERORATA LLENA DE RABIA
Como si quisiese corroborar las acusaciones de los duques de Sussex, el presentador británico Jeremy Clarkson soltó una perorata incoherente y llena de rabia sobre Meghan en una columna para The Sun.
Dijo, entre otras cosas, que la odiaba a “un nivel celular” y que soñaba “con el día en que se le hiciera desfilar desnuda por las calles de todas las ciudades británicas mientras las multitudes le gritan ‘¡Vergüenza!’ y le arrojan montones de excrementos”.
Merece la pena señalar que Clarkson acompañó a la reina consorte y a otras personas en un almuerzo de Navidad unos días antes de que escribiera sus repugnantes pensamientos.
Y, hasta la fecha, la familia real no se ha pronunciado sobre las palabras de Clarkson. Siguen negándose a protegerla.
PUDIERON… NO QUISIERON
En el documental, Enrique y Meghan dicen que habrían trabajado por la monarquía durante el resto de sus vidas si la familia real les hubiese brindado un mínimo de consideración y protección.
Querían que la familia real acogiera el papel de Meghan en la vida de Harry y lo utilizaran —la utilizaran— en su propio beneficio. En cambio, hicieron todo lo contrario, una y otra vez.
Como mejor se entiende Harry y Meghan es como una denuncia de lo que dejaron atrás y como declaración de independencia.
Aunque solo fuera verdad una parte de las afirmaciones de la pareja —y yo las creo todas— el trato de la monarquía británica a Meghan marcará a la monarquía mientras dure.
En toda historia hay dos versiones, pero es difícil interesarse demasiado por la parte que no dejó de aprovecharse de ninguna vulnerabilidad en nombre de la pervivencia.
En una de sus intervenciones, la periodista británica Afua Hirsch dijo a propósito de la salida de Enrique y Meghan de la familia real: “Su salida pareció la muerte de un sueño”.
Durante unos breves instantes, existió la esperanza de que la monarquía pudiera dirigirse a una variedad de personas mucho más amplia y que, de ese modo, cambiara.
MUY POPULARES
Creo que, si se lo hubiesen permitido, Enrique y Meghan habrían liderado ese cambio, lo que también es probablemente parte del motivo por el que se vieron desplazados.
Los duques de Sussex eran increíblemente populares en el Reino Unido, Australia y Sudáfrica y en toda la Mancomunidad. De haber permanecido en la monarquía, habrían sido una amenaza cada vez mayor.
Y, aun así, también tengo esto presente: Enrique y Meghan parecían contentos con ser parte de la familia real, si la familia real estaba dispuesta a acoger el cambio. Pero lo que hace falta no es cambiar la monarquía. Lo que hace falta es desmantelarla.
Si Enrique y Meghan hubiesen reconocido esto, su historia habría sido infinitamente más interesante.
BENEDICTO DEJA UN LEGADO
Por Jason Horowitz & Erika Solomon
El flagelo de los abusos sexuales infantiles en la Iglesia persiguió a Benedicto, desde el comienzo de su ascenso en la jerarquía hasta su último año como Papa frágil y retirado, cuando los investigadores de Múnich agregaron una complicación más a un legado que es profundamente conflictivo.
Para sus partidarios, se trata del líder que se reunió por primera vez con las víctimas y, sobre todo, fue quien obligó a la Iglesia a enfrentar sus demonios, a cambiar sus leyes y deshacerse de cientos de curas abusadores.
Aumentó la edad de consentimiento e incluyó a los adultos vulnerables en las leyes que protegían a los menores. Permitió que se anularan los plazos de prescripción sobre el abuso sexual.
Para sus críticos, protegió a la institución por encima de las víctimas, no logró responsabilizar ni a un solo obispo por proteger a los abusadores y no respaldó sus palabras con acciones.
“Podemos estar agradecidos por lo que hizo Benedicto XVI al llevar la lucha contra el abuso en la Iglesia a un nuevo nivel mediante la introducción de procedimientos más estrictos y nuevas leyes”, dijo el reverendo Hans Zollner, experto del Vaticano sobre el tema de protección de menores y abusos sexuales.
“Fue el primer Papa que se reunió con los sobrevivientes de abuso. Al mismo tiempo, dado el informe de que durante sus años como arzobispo de Múnich no prestó la atención necesaria a las víctimas de abusos ni responsabilizó a los perpetradores, no podemos ignorar que las víctimas y otras personas afectadas están sufriendo”.
“Pesa tanto”, dijo Andreas Perr, -que tenía 12 años-. Dijo que los abusos que sufrió lo llevaron por el camino de las drogas y la prisión, mientras que el arzobispo Ratzinger había ascendido en las filas eclesiásticas. Ya no pertenece a la Iglesia católica.
Encontró al abogado penalista Andreas Schulz, después de enterarse de que estaba representando a otras víctimas de los abusos cometidos por el mismo sacerdote.
Juntos, decidieron apuntar más alto: presentarían una demanda civil, no solo contra el sacerdote acusado de abusar sexualmente de él y de varios niños en Garching, sino también contra la archidiócesis de Múnich y contra Joseph Ratzinger, que en ese momento era su arzobispo.
Antes de fallecer, el Papa emérito contrató a una gran firma de abogados internacional y dijo que planeaba defenderse en el juicio que comenzaría este año.
Ahora, Schulz y su cliente planean continuar con el caso incluso después de su muerte, y todavía quieren responsabilizar a Benedicto XVI, o al heredero de su patrimonio.
El abogado argumentó que la Iglesia debe aceptar el juicio como una oportunidad para aclarar finalmente la complicada historia que dejó Benedicto XVI.
“Sus logros teológicos son una parte de su legado”, dijo Schulz. “Pero hay sombras que se ciernen sobre él, y esas sombras solo pueden eliminarse si se hace lo correcto y se acepta la responsabilidad. Eso es algo que solo el papa Francisco puede hacer, y eso es lo que nuestro juicio trata de lograr: la gente quiere transparencia, quiere que se acepte la responsabilidad, quiere una compensación”.
Pero los partidarios de Benedicto, e incluso sus críticos, reconocen que Francisco se basó en las reformas de Benedicto. Antes del diluvio que abrumó a la Iglesia, los casos llegaban a cuentagotas durante la década de 1980.
En 1988, presionó al departamento de derecho canónico del Vaticano —que exigía largos juicios eclesiásticos para abordar las acusaciones—con el fin de que le diera más libertad para retirar con rapidez a los sacerdotes abusadores.
Pero su petición fue negada, con el argumento de que esa medida privaría a los sacerdotes del debido proceso y, como resultado, los obispos intentaron curar a los abusadores con oraciones y terapias o simplemente los reubicaron en otras parroquias donde se aprovecharon de otros niños.
En 2001, el cardenal Ratzinger convenció al papa Juan Pablo II para que le dejara tratar de controlar el problema.
Redactó una ley de la Iglesia que requería que los obispos enviaran todas las denuncias creíbles de abuso al Vaticano, donde su oficina se hizo responsable de los casos.
Además, respaldó a los obispos estadounidenses que querían adoptar una política de “tolerancia cero” que expulsaba a los sacerdotes que se involucraban en un solo episodio de abuso sexual.
Cuando se convirtió en el sumo pontífice, disciplinó y finalmente expulsó a Marcial Maciel Degollado, un abusador en serie y fundador mexicano de la orden religiosa de los Legionarios de Cristo.
Al ser un prodigioso recaudador de fondos, el padre Maciel se había ganado la lealtad del Papa Juan Pablo II y su círculo íntimo, que durante años bloquearon los esfuerzos de Benedicto XVI para investigarlo.